Periódicamente, la falta de esclarecimiento de un presunto delito, especialmente cuando se trata de un hipotético homicidio, conduce a la sospecha social de que la falta de un rápido progreso o el fracaso de la investigación se debe a su obstrucción por personas que cuentan con poder suficiente para influir sobre la suerte de los procesos, ocultar las pruebas que conducirían a la verdad de salir a la luz y proteger a los responsables.
Junto con esta explicación sobre el fracaso de la pesquisa se instala la versión de que los supuestos responsables cuentan con protección política o se encuentran vinculados de algún modo a funcionarios públicos de relevancia, los llamados "hijos del poder".
En estos casos, en efecto, muchas veces la falta de evidencias es sustituida por rumores y una creciente presión social y mediática sobre las autoridades a cargo de las investigaciones penales conduce a que tales rumores sean introducidos o admitidos de una forma u otra en el proceso y sustituyan, a veces, a las pruebas que deben fundar con seriedad toda imputación en un Estado de Derecho, ya que no se puede consentir en ninguna investigación judicial, cualquiera sea la gravedad del hecho que constituya su objeto y cualesquiera sean los sospechados, que no se observen estrictamente todas las garantías procesales que la Constitución Nacional y los Tratados de Derechos Humanos aseguran a las personas sin distinción alguna.
Según una sentencia dictada por la Corte Penal Internacional, ni siquiera una persona acusada por delitos de lesa humanidad puede ser condenada si no se prueba en un proceso justo, más allá de toda duda razonable, su participación en el hecho investigado. Y así como no procede condenar a persona alguna sin la prueba certera de que ha participado, cualquiera sea la índole del delito imputado, tampoco deben admitirse procesos en contra de ninguna persona basados en vagas imputaciones o que no estén fundados en evidencia válida.
Cuando las investigaciones o las imputaciones se basan en rumores que sustituyen a las verdaderas pruebas, además, suele exigirse que los sospechados demuestren que esos rumores no son verdaderos, algo generalmente imposible de hacer. Entonces, lo que no sería admisible para una imputación seria y fundada termina exigiéndose, paradójicamente, ante una imputación no fundada ni sustentada en pruebas, aunque amplificada por los medios de difusión masivos, lo que ve agravado por el hecho de que la instalación de la versión mediática suele ser irreversible incluso ante la posterior acreditación pública de la falsedad del rumor.
Para prever esas situaciones es que todos los códigos procesales modernos del país establecen que el sumario de investigación "será siempre secreto para los extraños" e incluso algunos, como por ejemplo el de Tucumán, establecen la prohibición de "difundir a los medios de prensa los nombres y fotografías de las personas investigadas como participantes de un hecho" (art. 325). Por su parte, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha establecido que el derecho a la presunción de inocencia, tal y como se desprende del artículo 8.2 de la Convención, exige que "el Estado no condene informalmente a una persona o emita juicio ante la sociedad, contribuyendo así a formar una opinión pública, mientras no se acredite conforme a la ley la responsabilidad penal de aquella" (Caso "Lori Berenson Mejía vs. Perú").
El proceder criticado implica, además, una renuncia a buscar respuestas serias a las preguntas que todo proceso penal debe evacuar, a saber: ¿qué?, ¿quién?, ¿dónde?, ¿con el auxilio de quién?, ¿por qué?, ¿cómo?, cuándo?, con perjuicio no solo de las personas que no pueden librarse de las sospechas que se instalan sobre ellas, sino también de la propia víctima o sus allegados, que tienen también el derecho al real esclarecimiento de lo sucedido y al castigo de los verdaderos responsables si se hubiera cometido un delito.
Así, se termina utilizando el proceso como pena. Como lo ha explicado un distinguido jurista y profesor italiano contemporáneo, se trata de una patología que evidencia la posibilidad de hacer uso del proceso para la punición anticipada, la intimidación policial, la estigmatización social, la persecución política o para todos estos objetivos juntos. Es indudable que, por encima de las intenciones persecutorias de los instructores, la sanción más temible en la mayor parte de los procesos no es la pena sino la difamación pública del imputado, que ofende irreparablemente su honorabilidad y sus condiciones y perspectivas de vida y trabajo; y si hoy puede hablarse todavía del valor simbólico y ejemplar del derecho penal, se atribuye no tanto a la pena como al proceso y más exactamente a la acusación y a la amplificación que realizan, sin posibilidad de defensa, la prensa y la televisión.
Una forma particularmente odiosa de estas prácticas contrarias al estado de derecho se configura cuando se acude a "anónimos", dudosos "testigos de oídas" o que no se identifican debidamente o cuyas declaraciones no se permite controlar debidamente o cuyas declaraciones no se permite controlar debidamente o a los dichos de supuestos arrepentidos o bien se incorporan al proceso meras notas periodísticas en sustitución de pruebas legales y confiables. Entonces, por ejemplo, comienzan a llamarse "testigos" a quienes, en verdad, no lo son, y en general pruebas a elementos que, en verdad, no lo son. El testigo llamado "testigo de oídas", entonces, declara lo que oyó sobre un hecho y no sobre el hecho mismo. Pero el mero testimonio de un rumor vale tanto como el rumor referido; es decir, nada. Y lo mismo cabe decir de las informaciones periodísticas basadas en los rumores y las declaraciones de los "testigos" de las versiones que circulen acerca de lo que pudo haber acontecido. En el mundo anglosajón, concretamente en los Estados Unidos, dicha prueba se encuentra directamente prohibida, por ser totalmente indigna de crédito.
Otro tanto cabe afirmar de los informantes "anónimos", a cuyas manifestaciones no debe darse, en mi opinión, valor judicial. Está claro que nada de esto puede aceptarse en una democracia, y resulta incompatible con la garantía fundamental de defensa. Finalmente, menoscaba también la posibilidad de acreditar que sus dichos carecen de objetividad, demostrando el ilegítimo interés que los motiva, y hacerlo eventualmente responsable de los ilícitos de índole civil o penal en que hubiere incurrido.
El proceso penal, único cauce según nuestra Constitución para establecer, mediante pruebas confiables, legítimas y serias, las responsabilidades penales de los infractores, con respeto de las garantías fundamentales del debido proceso, no tolera ser bastardeado de un modo tal que sirva a operaciones de prensa que, valiéndose del rumor y del anonimato, construyen una sospecha para ejercer presión sobre los jueces, perturbando la tranquilidad de espíritu y la imparcialidad que debe primar a la hora de juzgar.